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Juan Salvador Velazquez Castillo
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El primer suicida al
que la Historia dedica unas líneas es Periandro (siglo VI
a.C.), uno de los Siete Sabios griegos. Diógenes Laercio contó cómo el tirano
corintio quería evitar que sus enemigos descuartizaran su cuerpo cuando se
quitara la vida, por lo que elaboró un plan digno de Norman Bates. El monarca
eligió un lugar apartado en el bosque y encargó a dos jóvenes militares
que le asesinaran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del
maquiavélico Periandro no acababan ahí: había encargado a otros dos hombres que
siguieran a sus asesinos por encargo, les mataran y sepultaran un poco más
lejos. A su vez, otros dos hombres debían acabar con los anteriores y
enterrarlos algunos metros después, así hasta un número desconocido de muertos.
En realidad, el plan para que el cadáver del sabio no fuera descubierto era brillante,
pero en lugar de un suicidio tenía visos de masacre colectiva.
Si Periandro creó escuela en el ámbito de la inmolación, el escritor Jacques Rigaut (1898-
1929) fue un auténtico alumno aventajado. “Mi libro de cabecera es un revólver
(…) y quizás algún día, al acostarme, en vez de apretar el interruptor de la
luz, distraído, me equivoco y aprieto el gatillo”. Joyas como éstas salpicaban
los textos del poeta dadaísta, que escribió una obra titulada La
Agencia General del Suicidio (AGS). Con este mismo nombre fundó
una sociedad real, en la que aleccionaba sobre maneras de matarse; de
hecho, llegó a ofrecer a los indigentes 5 francos por ahorcarse. Huelga decir
que a pocos sorprendió cuando se metió un tiro entre pecho y espalda un 6 de
noviembre de 1929, perfectamente instalado entre almohadas que evitaron que el
impacto moviera su cuerpo. Si es que tratábamos con todo un profesional...
Los escritores siempre han tendido a la estética sobreactuada en esto del suicidio y el agua ha servido a menudo como perfecto
escenario. El poeta español Ángel Ganivet fue realmente
contumaz al lograr el éxito en su segunda intentona. La primera vez que se
lanzó al Mar del Norte, junto al puerto de Riga, fue rescatado por un barco
pero, según sus salvadores se despistaron volvió a tirarse de nuevo, logrando
esta vez su objetivo. Más poético fue el final de Virginia Woolf (1882-1941)
que, aquejada de un trastorno de doble personalidad, se llenó los bolsillos de
piedras y se ahogó en el río Ouse. De piedras y agua va también el suicido
de Alfonsina Storni (1892-1938) que se lanzó desde un
acantilado en Mar del Plata (Argentina). Se despidió escribiendo a su hijo
“suéñame, que me hace falta” y aunque no la soñemos, sí que le canturreamos “Te
vas Alfonsina con tu soledad, ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?”.
dE: muyinteresante.es
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